Habían pasado ya más de tres meses desde el incidente. Las sesiones de terapia había ahuyentado mis sudores en la noche, ya podía comer algo sin intentar vomitarlo todo.Peró aun me perseguían las pesadillas.No me atrevía a salir a la esquina.Tenía que aferrarme del brazo de alguien, sintiéndome observada y perseguida. La policía lo ubicó, lo apresó y lo condenó pero más allá de la vergüenza, la psicóloga me decía que dejará de culparme, que intentará mirar adelante.
No me entendía muy bien, mi cuerpo me resultaba sucio, sentía hormigueos en las piernas y unas ganas de llorar sin poder hacerlo
Mi madre intentaba consolarme, y yo me acostumbraba a su protección ante cualquier cosa que me exigiera ser yo mismo, alguna visita, alguna persona que preguntara por mi.Yo me sentía partida y no encontraba en ninguna parte mi otro lado.
Mi abuela, mujer algo iracunda había planeado ir después de mucho tiempo a visitar su pueblito en las alturas de Huancayo. Le pidió a mi madre me dejara y que allá podría tomar otros aires. Que igual que a ella, la ciudad seguro me estaba haciendo cada vez más mal.
Decidimos partir muy de madrugada, mi abuela se puso la mejor de sus polleras y el sombrero que acostumbraba para días importantes. Llevaba su manta bien sujeta a las espaldas, y en ella envuelta con cariño, hoja de coca, alguna que otra botella de aguardiente , cigarros y mucha cantidad de dulces que le eran difíciles encontrarlas allá arriba.
Mi abuela nunca me dijo nada en todo ese tiempo. Sólo la ví llorando cuando todo sucedió. No me consoló, y creo que nunca debió hacerlo. Tenía mucho más cariño a sus cuyes que criaba tenazmente y sus plantas que podaba casi mensualmente. Aquella madrugada, fue la primera vez que busqué su brazo para que me llevará y me dirigiera hasta su pueblo.
No pude disfrutar del viaje, pues quedé rápidamente dormida, a causa de la costumbre de no dormir en las noches. Desperté casi a minutos de bajar del auto y sentí que el aire era más limpió pero más duro de respirar. Pude pararme y alejar el medio sueño que tenía en mi cuerpo y abriendo bien los ojos, vi al otro lado la ciudad de Huancayo. Y verla de lejos me dio un poco de tranquilidad.
Pocas personas transitaban en las calles de polvo.Mi abuela había cambiado de semblante, y pude notar algo más de ánimo en sus pasos y en sus ojos. Despúes de alejar perros en una que otra casa, llegamos a la casa de mi abuela. Esta tenía un quinual en la entrada y en el techo cantaba un gorrión, saltando como si estuviera amarrados los zapatos por los pasadores.
Dejamos las cosas, y mi abuela fue a buscar las maderas para ir encendiendo la cocina.Yo miraba a través del techo como la luz entraba en su cocina oscura, alumbrando su silla pequeña frente a la boca donde se ponía la bosta y algunas ramas para iniciar el fuego. Al regresar mi abuela, inició con un trabajoso proceso de prender la cocina, pero sobre todo la miraba y no mostraba ningún rasgo de molestía o incomodidad. Allá en Huancayo, acostumbraba ir y comprar comida de los restaurantes, no le gustaba a veces cocinar y prefería siempre la rapidez al trabajoso tiempo de cortar y hervir las cosas.
Aquí quería hacerlo todo ella misma.Pero en un total silencio conmigo.
Logramos tomar agua de cebada tostada y algunos panes que compramos en la estación de carros que nos traían para aquí. Pude comer algunos, y de nuevo sentía las ganas de vomitar y comenzaba a sudar y al temblarme las manos. Mi abuela me miraba, y evitaba tomar importancia.Por el contrarío me pedía que hiciera una que otra cosa.
Al cabo de un rato gritaron desde la calle una señora y otras palabras en quechua.Se me hacia común escuchar las palabras de mi abuela, pero me resultaba complicado entenderlas por separado.Podía comprender el idioma sin tomarle importancia, pero cuando quería saber exactamente que, resultaba que no entendía nada.
Salimos, y mi abuela abrazó a una mujer canosa, que se sacó antes el sombrero mostrando las grandes trenzas que mi abuela cuidaba de no remover mucho. Junto a ella había una chica, de mi misma edad.Yo en ese tiempo tenía el cabello hasta los hombros y el de ella se extendía hasta la espalda. Estaba detrás de la señora que me vió y hablando en quechua me extendía la mano y sentí sus dedos calientes pero duros aprentarmelas y detrás de ella, la chica mirándome de reojo. Mi abuela señalándome me dijo que saludara, que ella era mi tía abuela Rosa y ella, la igualita de estatura a mia, mi tía Lucinda.
Lucinda salió de las faldas de mi tía y se mordió con una mano las uñas y con la otra me busco con su mano.Sus manos eran frías y ásperas.
Mi abuela y mi nueva tía Rosa se rieron y sin darnos importancia continuaron con su conversación y sus voces que generaban vida en aquella mañana fría.
Lucinda, en un primer momento era callada y muy tímida .Después de unos días era la que me motivaba a subir a los árboles a buscar guindas. Andaba con una especie de catapulta pequeña para espantar chihuacos de las chacras y siempre andaba con un palo para hacer asustar a los perros o las vacas que se ponían bravas en las calles. Siempre estaba intentando probar cosas mientras caminaba, me indicaba hojas que no entendía bien su uso, ella las olía, las masticaba y me decía con su mano, que las probara. Íbamos todas las mañanas a ver los surcos de plantados de habas, y sacar alfalfa para los animales de la tia Rosa. Ella, era muy ágil con la hoz y yo una que otra vez me cortaba los bordes de la mano.Pero Lucinda, conocía plantitas que cicatrizaba, que mejoraba el dolor de barriga, que eran dulces y que los pájaros buscaban y otras como el eucalipto, me dejaban medio mareada.
Mis noches ya me permitían conciliar el sueño de mejor forma. Dormiamos muy temprano.Al caer el sol, a pesar de contar con luz eléctrica, mi abuela se sentaba en su silla y bien abrigada se tomaba una copita de anisado, y luego nos íbamos a dormir juntas en una cama muy dura.El calor que emanaba el cuerpo de mi abuela era como de un tronco pesado ardiendo, por suerte quedaba inmovil hasta amanecer.. Ella, no sé si se percataba de que tenía los ojos abiertos, y con su mano gorda me rascaba la cabeza intentando darme consuelo. Mi abuela aquí era otra persona. reía, conversaba, cocinaba cosas que en Huancayo nunca había visto. Tarareaba y silbaba muy de mañana y se quedaba mirando el cielo, como si conociera todas las estrellas.
Yo por mi parte, conocía con Lucinda las cataratas frías donde traíamos agua para supuestamente curarnos del susto. Recogiamos flores y con el palo con el que siempre andaba espantamos arañas blancas entre las piedras. Lucinda hablaba sobre las cosas que habia escuchado que sucedían en la noche en el pueblo, sobre los condenados, los gatos negros y los fantasmas que aparecían como humo blanco los miercoles, dia en que salían las brujas con su magia negra. Otros me contaba sobre cuando fue a Huancayo y le gustó comer raspadilla con sabor de piña, pasear y jugar con la bicicleta prestada por alguien. Le habían dicho que terminado este año como yo la primaria, podría ir a estudiar allá.
Yo obviaba el temor de volver a la ciudad, de lo que me había pasado. Prefería llenar los días intentando sacar truchas con las manos o comer hasta sentir la boca rasgada de tanto saborear las cañas del maíz tiernito.
Así pasarón tres semanas, y ya podía comer y comía mucho por las mañanas.Antes el desayuno era una cosa casi extraña, aquí me resultaba necesario para luego salir con Lucinda e ir las dos y su palo grande, escuchando sus historias con sus otros amigos y sobre sus salidas por las laderas y quebradas.
Fue aquella vez, que nos sentamos comiendo tunas y riéndonos de habernos hincado con todas las espinas, que las risas se me volvieron llanto. Después de mucho tiempo conseguía sonreir, y me dolía hacerlo.Me asombraba como después de todo haberme pasado, tenía algo con que alegrarme.Lucinda me tomó de la mano, y con la otra que tenía su tuna a medio morder. Me dijo, con sus ojos también llenos de lágrimas:
-Mi mamá me ha contado lo que te han hecho en la ciudad. A mi también me ha pasado.Vamos a mejorar.
Nos quedamos en silencio llorando juntas, mirando a lo lejos Huancayo y por encima muy lindo el Huaytapallana.
El último día , nos despertamos muy temprano con mi abuela. Ella me miraba de reojo y alistaba con prontitud, amarrando y anudando todo. Desde fuera, la tía Rosa nos llamaba y con ella Lucinda, con el cabello medio parado por ser seguro muy temprano no tener tiempo para peinarse. Mi abuela se fue despidiendo, y soltando algunas lágrimas. Encargaba atención a su chacra, sobre su casa. Que la tía intentará buscarla cuando fuera a la ciudad y que allá Lucinda tendría un espacio si quisiera continuar estudiando.
Lucinda, con sus ojos medio cerrados me llamó a un costado, y me dió en una bolsa muchas hojas que según ella yo ya sabía diferenciar. Me abrazó muy fuerte y no dijo nada.Yo debí decir algo, ahora lo pienso, pero sólo puse más fuerza en mis hombros para apretarla bastante.
Volvimos a Huancayo y mi madre nos recibió con un rico almuerzo.Recuerdo que a partir de ese tiempo dormí muy temprano, como mi abuela acostumbraba hacerlo antes del viaje y ahora entendía de dónde venía esa costumbre.
En el transcurrir de aquellos meses, mamá consiguió un empleo en Lima.Tuvimos que viajar las tres. Mi abuela no soportó nada la gran capital.Murió después de un año de puro aburrimiento, en aquel departamento en un tercer piso. Pude volver al pueblo de mi abuela, ya después de algunos años. Cuando por un primer año de trabajo de campo en la universidad en la carrera de biología nos mandaron visitar la zona. La casa de mi abuela había sido casi derribada por las raíces del quinual. Muchas cosas habían cambiado.
Pregunté encontrando al fin la casa de la tía Rosa sobre Lucinda, y me dijeron, no recuerdo que pariente mío era que ella había muerto ya hace muchos años allá en la pampa donde separaba el trigo. Ese día un toro la había revolcado hasta matarla. Al poco tiempo,de mucha pena se fue la tía Rosa también.Me preguntaron quién era pues nadie se recordaba de mi.
Fue cuando pensé que aquel viaje que hice con mi abuela, quizás no sucedió nunca o simplemente lo imaginé de pequeña.